El pasado mes de abril falleció en la ciudad francesa de Toulouse Floreal Arnal, masón, miembro del Gran Oriente de Francia, hijo de otro masón exiliado en Francia, como lo fue él mismo a consecuencia de la dura represión franquista contra los miembros de una Hermandad significada siempre por su lucha a favor de las libertades, de la democracia y la legalidad. Floreal Arnal, que usaba como nombre simbólico el de otro español represaliado, Lorca, constituía uno de los muchos vínculos vivos que nos unen a nosotros, los masones españoles de hoy con aquellas víctimas de la ignorancia, el fanatismo y la intolerancia, señas de una época ominosa, que nunca ya regresaron pero cuyas huellas persisten con el indefectible sello de lo republicano y de lo español en las Logias del Gran Oriente de Francia en las ciudades de Toulouse, Perpignan o París, entre otras.
Nosotros los francmasones, humildes pero legítimos herederos de su obra, estamos obligados a reivindicar su memoria y honrar su sufrimiento. Pero es la sociedad entera quien tiene el deber, por salud democrática, de resarcir moralmente a todos cuantos vieron sacrificada su existencia por oponerse a un régimen ilegal e injusto, tal como lo reconoce la Ley de la Memoria Histórica que vuelve a tramitarse en el Congreso, después de que el acuerdo entre Izquierda Unida y el Gobierno la desbloquease.
Para que esta ley tenga el deseado efecto reparador en la historia y para que suponga el resarcimiento moral a todas las víctimas de aquel atroz golpe militar, la guerra civil y los cuarenta años de represión que le sucedieron, requiere no sólo que la asunción y publicidad sobre la verdad de lo ocurrido se convierta en un deber de todas las administraciones públicas, sino que sus principales receptores, es decir, las personas y colectivos represaliados deberían, de alguna manera, verificar la efectividad de la reparación moral acusando públicamente recibo de la misma.
Sin renunciar a este fin reparador, los ejes sobre los que pivota la propuesta de ley, además de la condena explícita del régimen dictatorial franquista y de la asunción pública e institucional de la verdad histórica debe, efectivamente, promover la concordia social y el cierre definitivo, desde el punto de vista de las víctimas, de este oscuro periodo de nuestra historia. Desde este punto de vista me parece un acierto el espíritu de esta ley que por un lado impide, manteniéndose en el campo estricto de la reparación moral y política, las consecuencias legales que, de otro modo, penalizarían no a los culpables sino al conjunto de la sociedad y, por otro, evita la tentación del reclamo de indemnizaciones económicas por parte de organizaciones o personas que de ningún modo representan una continuidad ni legal, ni moral, ni filosófica con aquellas que fueron en su día represaliadas y que, de llevarse a efecto, supondrían una reedición del oprobio.
En lo que al ámbito de la masonería se refiere, no hemos dejado de observar desgraciados ejemplos de este interés espurio en la reivindicación de la memoria histórica. Y ello, pese a la generosa renuncia de la que han hecho gala aquellas organizaciones masónicas que sí pueden enarbolar un vínculo moral y filosófico con nuestros hermanos represaliados. La restitución del buen nombre de aquellos hermanos, la deslegitimación institucional del régimen franquista, la divulgación de lo ocurrido y la reparación de esta grieta que recorre todavía hoy los cimientos de nuestra sociedad, es lo que deseamos la mayoría de los masones, en homenaje a aquellos que fueron perseguidos y maltratados y quienes sin duda se sentirían doblemente resarcidos con esta ley que reconoce su contribución a las libertades y su injusta represión, pero también por lo que tiene de consolidación de sus propios valores e ideales en un país que mira hacia delante, sin olvidar su pasado, pero en paz y libertad.
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